Del evangelio de san Lucas 9, 18-22

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: « ¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.» Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día. »

RESPUESTA A LA PALABRA

San Pablo sitúa el núcleo duro de la fe
en la muerte y resurrección del Señor.
“Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.

El contenido de la fe no recae
sobre el hombre bueno y admirable
que se deja arrebatar la vida
porque no encuentra otra salida para su proyecto.

La fe se sustenta en que ese hombre es el “Mesías de Dios”,
“Hijo del hombre que tiene que padecer mucho,
ser desechado por los ancianos,
sumos sacerdotes y escribas,
ser ejecutado, y resucitar al tercer día”.

A veces no caemos en la cuenta de la importancia
de esta verdad y
reducimos a Jesús a un hombre excepcional.

El “buenismo” que hay en nosotros y
la falta de perspectiva para acoger
el misterio del amor encarnado,
misterio que nos sobrepasa y que,
si no acogemos con humildad,
nos vela la verdad misma de Dios,
nos hace imposible la participación en su propia vida.

Jesús, antes que nada, es
“Sacramento del Padre”,
“Dios con nosotros”,
“Camino, Verdad y Vida”,
que se nos da hasta el extremo de morir por amor,
para sanar el corazón de cada hombre
del odio acumulado de siglos,
del egoísmo congénito que paraliza el corazón.

El evangelio de hoy es contundente y
sitúa al cristiano ante la autenticidad de su fe.

Jesús nos dice de manera muy clara:
“Vosotros, ¿Quién decís que soy yo?.
Porque una cosa que debéis tener en cuenta y diferenciar,
es la opinión que otros puedan tener de mí,
la imagen fija de mí que se han construido, y
otra muy distinta es quién soy yo para vosotros.
Muchos me han fosilizado al hacerse una imagen de mí
que responde más a sus deseos que a la realidad.
No confundáis la que represento para vosotros
con lo que soy de verdad para todo el que me acoge,
sin pretensiones de hacerme suyo.

La comunidad de los primeros cristianos
tenían muy claro quién era Jesús.
San Pablo lo resume en un Himno,
que es más que nada una confesión de fe.

Cuando escribe a la iglesia que vive en Filipo les dice:

“Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

San Lucas, junto a la confesión de fe de los discípulos,
coloca las palabras de Jesús que desvelan una doble verdad.
El rechazo del hombre a su persona,
porque no responde a la imagen que tiene de Él,
imagen de alguien poderoso y triunfador
que coloca a los suyos por encima de los demás, y
el amor loco de Dios, que se ha hecho hombre,
rebajándose hasta la muerte,
para resucitar y rescatarnos de nosotros mismos.