“¿Adán, dónde estás?”

El que paseaba
a la hora de la brisa
se esconde.

Tiene miedo a su desnudez.
El traje inmaculado,
fruto del Aliento del Amado,
ha sido arrancado por el Malo.

El hombre no aguanta
la mirada amorosa
de su Dios,
porque padece la
desnudez del amor.

Hundido en la oscuridad,
enceguecido por la codicia
de ser él mismo
sin necesidad de amar,
no aguanta el blancor
de luz de su Amado,
y, avergonzado, se esconde.

El buen Dios no le condena.
La maldición recae sobre el Malo.
Alarga, Dios, el horizonte del hombre
y la promesa se instala en su corazón.

Volverán de nuevo a pasear
cuando una Mujer de su linaje
vuelva a vestir el traje
de luz inmerecida y
machaque la cabeza
del causante de toda separación.

Dice el Señor al Mentiroso:
“Serás maldito, te arrastrarás
sobre tu vientre, comerás polvo,
hasta que Ella te hiera mortalmente
cuando tu la quieras seducir.”

Sí, dice el Señor,
porque mi creación es buena y
todo hombre es mi imagen,
volveremos a pasear juntos,
a susurrarnos palabras de amor,
a compartir mi gloria.

Cuando en Ella repiquen
mis palabras:
“Alégrate, llena de gracia,
ha llegado el tiempo
de la espera.
Tú tienes el “Sí”
que me negaron entones.
Tú puedes, si quieres,
resarcir el dolor
de generaciones malogradas,
ayudarme a realizar
mi designio de amor.
Tú, llena de gracia,
sin sombra alguna
eres cauce de Dios,
aliento del Aliento Santo
para todo corazón vacío.

El futuro que el Malo
robó en su día
ahora está en tus manos.

María no se esconde, no teme el amor.
Vestida de luz y trasparencias
acepta pasear eternamente con su Amado.

“¡Sí, aquí estoy, mi Señor,
hágase en mí según Tú deseas!”