Lucas 4, 21-30

En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.” Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: “¿No es éste el hijo de José?” Y Jesús les dijo: “Sin duda me recitaréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.” Y añadió: “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, mas que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, mas que Naamán, el sirio.”

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.

RESPUESTA A LA PALABRA

Jesús, que viene a todos, comienza su ministerio
con el rechazo de unos pocos.
Curiosamente, por aquellos que por ser más cercanos,
pensaban que tenían algunos derechos sobre Él.

El razonamiento que hacen es muy simple:
Si este es el hijo de José, es uno de los nuestros.
Si ha beneficiado a otros con su poder,
que también nos beneficie a nosotros.
Ellos piensan con nuestra lógica:
“Es deber de quien tiene poder ayudar a los suyos”.

Jesús rechaza esta actitud posesiva
que no corresponde al plan de Dios y
que nada tiene que ver con el amor de verdad.

Para hacérselo ver, les recuerda dos sucesos
que están en la memoria de todos y
que protagonizaron dos hombres de Dios,
queridos y respetados por ellos.
En tiempo de penuria,
Elías fue enviado a socorrer a una mujer pagana,
cuando había otras muchas de su mismo pueblo
con semejante necesidad.
En tiempos de Eliseo eran muchos los leprosos
que había en Israel, y sin embargo,
Eliseo sana con la fuerza de Dios a un pagano.

Jesús, con estos dos ejemplos, nos dispone a abrir nuestro corazón
a la universalidad del designio de Dios.

Desgraciadamente, a veces, los más cercanos
somos los menos dispuestos a ello.
En el evangelio vemos que, cuando un amor posesivo es contrariado,
puede volverse agresivo e, incluso, criminal.

San Lucas, con este episodio de la vida de Jesús,
nos sitúa ante una verdad importante:
Todos estamos inclinados a tener un amor posesivo y manipulador.
Las pruebas son tantas que no hace falta decir nada más.

Jesús nos adentra, con su conducta, en el amor genuino de Dios,
que siempre antepone a los otros.
Nos enseña que la envidia y los celos
no son propios de aquel que ama de verdad.
Dios es amor sin medida, su generosidad no tiene límites,
no calcula, no se cansa, y quiere que nosotros le imitemos.

San Pablo, en su primera carta a los corintios,
les habla del don precioso del amor.
Los corintios estaban muy orgullosos de los dones
recibidos de Dios, especialmente del don de profecía y del don de lenguas.

Sin embargo, san Pablo les llama la atención
ante el deseo de aquello dones especiales
que pueden hacer olvidar el don primero del amor.
Sin caridad, ningún don tiene valor. Lo dice con toda claridad:

Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles. Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber, ya podría tener fe como para mover montañas. Ya podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve.

Para san Pablo, lo que cuenta no son las cualidades
o dones extraordinarios, sino el amor generoso
que procede de Dios y llega a todos sin distinción.

San Pablo nos explica que el amor genuino de Dios
no se identifica con una generosidad ilimitada:

“Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo…”

El amor tiene en cuenta a los demás
en todas las dimensiones de su vida.

Procede de Dios, pasa por Cristo y llega a nuestros corazones,
entregándonos a los demás como Dios se entrega a nosotros.