Los textos sagrados que hoy la Iglesia nos presenta para la Eucaristía, nos hablan de dos hombres que, en tiempos recios, supieron estar a la altura de las circunstancias. Elías, el profeta, defensor de los derechos de Dios y Juan el Bautista, que preparó el camino a Dios hecho hombre, a Jesús, el Señor.

Los dos, apasionados de la verdad, sufrieron en sus carnes la persecución y la prueba por no ser, como hoy se dice, políticamente correctos. Ellos, defensores de la verdad, denunciaron las mentiras de los poderosos a sabiendas de las consecuencias que les podía acarrear.

Pero no es precisamente esto lo que quiero destacar, sino la pasión con la que vivieron su misión, nacida de la experiencia de Dios. Para ellos Dios era Alguien concreto, a quien amaban y que les hacía partícipes de un proyecto de vida: el designio salvador que debía alcanzar a todos los hombres.

Hombres convencidos, personas de un solo amor, la pasión les llevó a vivir en una búsqueda constante de la voluntad de Dios.

Sorprende cómo recuerda el autor sagrado del libro del “Eclesiástico”, después de muchos años, al profeta Elías y lo que al final dice de aquellos que le conocieron: “Felices los que te vieron y murieron fieles al amor, porque también nosotros viviremos”. La vida de Elías, gastada por amor, permanecerá en la experiencia de su pueblo que reconoce que, gracias a él, la vida de Dios es una realidad para todos.

También Juan, el “mayor nacido de mujer”, dejará huella en el pueblo. Él señalará a Jesús como Aquél a quien el pueblo espera, a sus discípulos y, antes de retirarse del espacio público los llevará hasta Él afirmando: “Este es”.

Os invito a dar gracias a Dios por ellos, porque ¿quién no se alegra al descubrir a hombres como éstos?. Ellos abrieron brecha en la historia humana por su fidelidad a la verdad y por la pasión de su amor a un Dios defensor de la vida, otorgador de esa vida que todo hombre desea.

 Del libro del Eclesiástico (14,1-4.9-11)

 Surgió Elías, un profeta como un fuego, cuyas palabras eran horno encendido. Les quitó el sustento del pan, con su celo los diezmó; con el oráculo divino sujetó el cielo e hizo bajar tres veces el fuego. ¡Qué terrible eras, Elías!; ¿quién se te compara en gloria? Un torbellino te arrebató a la altura; tropeles de fuego, hacia el cielo. Está escrito que te reservan para el momento de aplacar la ira antes de que estalle, para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel. Dichoso quien te vea antes de morir, y más dichoso tú que vives.

Dichoso quien te vea

Elías adalid de Dios,
precursor de la era mesiánica.
Arrebatado en torbellino de fuego,
ardes a los ojos del pueblo en pasión,
por la verdad del Dios de la vida.

Defensor de sus derechos,
no te arredraste ante nada ni ante nadie,
la falsedad de los profetas pagados
quedó patente,
porque la fuerza de Dios te asistía.

Viviste para Dios y vives para el pueblo,
tu palabra cumplida
mantiene despierta la memoria del pueblo
y sostiene el anhelo de tu nueva venida.

El Tabor será cita de encuentro.
Pasión y gloria serán las palabras
que escuchen los amigos presentes.
Con Moisés, cerrarás
los tiempos de espera,
y abrirás la puerta del “Octavo día”,
dando fe de la hora
en la que el Verbo Encarnado
cumpla el designio de Dios.