Del evangelio de san Juan 3,16-21

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

El hombre siempre ha deseado la luz,
pero algo hay en él que las tinieblas le seducen.
¿Será porque tiene miedo a ver esa parte de sí
que le duele y le molesta?.

La luz que anhela, sin saberlo él, ya está en su corazón,
pero amenazada por la oscuridad de sus mentiras no confesadas.
Hasta que la luz de fuera, la luz prometida y esperada,
no se funda con la luz que habita dentro de sí,
no llegará a ver  la verdad de Dios, del hombre y de las cosas.

Si Dios nos ama hasta el extremo de entregarse,
sin exigir otra cosa que no sea aceptarle
como el Amor de todo amor,
¿Por qué la obstinación de rechazarlo
cuando lo que más anhelamos es amar y ser amados?

¿Qué hay en el hombre, para que su deseo más profundo
quede anulado por aquellos otros deseos,
que sabemos de antemano no tienen identidad suficiente
para entregarles nuestro corazón?

Dios no ha enviado a su Hijo,
Amor de todo amor, Luz que despierta toda luz,
a juzgar al hombre, sino a sacarlo del desamor reinante y
del mundo tenebroso en el que se ha instalado.
No ha venido a nosotros con una condena.
Al contrario, ha venido para liberarnos de la condena
que nos habíamos dado al ajustar nuestra libertad al Malo.

El Señor está entre nosotros deshaciendo
las tinieblas que nos cercan,
disolviendo el odio corrosivo que nos inhabilita para amar y
arrancándonos un sí de nuestra voluntad disminuida
para que Él pueda sanar nuestra libertad encadenada.

Dichoso quien se deja amar y a su vez acoge a su Amado
porque vivirá en la luz de la verdad.
Creer en Jesús, acogerle como nuestro Señor,
nos lleva a ponernos del lado de la verdad y de la luz.
Mientras que rechazar la luz nos llevará inexorablemente
a la negación del amor y por lo tanto, a abrir la puerta
al infierno que nos habita.