Del evangelio de san Lucas 19,41-44

En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

¡Cuántas veces buscamos la paz, y desatamos la guerra
por buscarla en dónde no se encuentra y
quererla a fuerza de violentar la realidad!.

La paz, no el armisticio entre partes,
es un don que procede de Dios.
Don gratuito que el Señor nos comunica con su presencia de amor.

Jesús llora, y lo hace desde ese sentimiento profundo de tristeza,
que nace de no poder evitar lo evitable.
Jerusalén, ciudad de paz, ciudad de Dios,
será destruida y arrasada, porque quienes la deberían amar
han rechazado el principio de todo Amor:
La acogida obediente de Aquel que le amó primero.

Jerusalén no es sólo un lugar.
Es el ámbito de un encuentro.
Historia de un amor empedernido.
Centro generador de vida, en el que Dios y su Pueblo
se matrimoniarán para siempre en la cruz de Jesucristo.

¡Cómo no llorar por esta Ciudad de Paz!
¡Cómo no experimentar el dolor de un rechazo,
que no sólo le llevará a Él a la muerte,
sino que a la vez supone el suicidio de quienes le rechazan!

“¡Si al menos comprendiéramos lo que conduce a la paz!

Si pudiéramos abrir los ojos y descubrirla en el que viene
a nosotros a lomos de un asnillo.

Pero no, nuestra soberbia nos impide ver
la verdad de Dios en lo sencillo,
acoger la vida que viene de lo alto en la bajeza
de un Dios-humanado,
aceptar el amor loco del Hombre-Dios
que vive y vivirá siempre con nosotros.

Reconocer su venida, es el punto de arranque
de una nueva existencia,
para vislumbrar en la vida un sentido que va más allá
de las piedras convertidas en pan,
de una auto-realización negadora del amor que no sea el propio,
del querer ser artífice de no sabemos cuántas cosas,
olvidando nuestra condición de criaturas.