Del evangelio de san Marcos 3, 7-12

En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío.

Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.

RESPUESTA A LA PALABRA

Frente al deseo de aparecer rutilante y triunfal, cosa muy común en el hombre actual, que vende, si es preciso, su alma, por sobresalir y aparentar ser exclusivo, fuerte, poderoso… en medio de una sociedad mediocre.

San Marcos nos ofrece una instantánea de Jesús, muy contraria a la primera. Su ser y su hacer cautiva a muchos, sobre todo a los pobres y necesitados de alguien como Él, que les escuche, que se preocupe de ellos en lo que son y como son, que les haga sentirse bien, y les reconozcan su dignidad por encima de toda circunstancia.

Son tantos los que, acosados por sus agobios, se le acercan para descargar sus fardos pesados sobre Él, que sin dejar de sentir compasión por ellos y curarlos, siente miedo de que le confundan con un curandero excepcional, y no descubran en Él al Amor mismo de Dios, que no ha venido a solventar unas carencias puntuales, aunque lo haga, sino a revelar el rostro amoroso de Dios, y desde Él la auténtica medida de todo hombre.

No quiere el Señor que nadie dependa de Él, no quiere pasar por el líder de los pobres, no quiere, sobre todo, depender y ser utilizado por quienes  apoyándose en su fama, pueden manipular su persona  y desvirtuar su misión.

Cuidado cómo somos los hombres, que en cuanto tenemos oportunidad nos apoderamos de todo aquello que nos puede beneficiar en algo, y nos situamos bajo el sol que más calienta, mientras sentimos el calor del mismo.

Jesús experimentó en su propia carne esta realidad. Él, proclamado y seguido por multitudes, se vio después despreciado y sólo, sin más presencia que la de aquellos que no buscaron nada de Él, sino su amor, ni esperaron otra cosa que les dejara amarle desde sus pobrezas.