Del evangelio de san Lucas 13, 18-21

 

En aquel tiempo, decía Jesús: ¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas. » Y añadió: ¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta.»

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Dos pequeñas parábolas para hablarnos
de la “grandeza del Reino”.
Como siempre, todo lo que se refiere a Dios
pasa por la pequeñez.
Es como si nos dijera:
No os dejéis engañar.
Nada que sea grande en sí mismo
se apoya en la apariencia.  

Jesús asemeja la realidad de la presencia de Dios
en el mundo, con un grano de mostaza.
Pequeño como él solo,
pero con una virtualidad tremenda.
Algo tan menudo encierra en su corazón algo inmenso.

¿No es admirable que un árbol,
en el que pueden descansar las aves,
se encuentre encerrado en una semilla tan pequeña?.

Más maravilloso aún es descubrir
cómo la presencia de Dios en el mundo,
sembrado en quienes lo acogen
como el Amor de todo amor,
hace que éste se transforme en hogar común,
a pesar de la carga egoísta que arrastramos
los hombres de todos los tiempos.

Admira ver cómo la fe de unos pocos
en Jesús el Resucitado,
convocados por Él a vivirla en común y
a llevarla a todos los lugares de la tierra,
se ha expandido,
haciendo partícipes del don de Dios a tanta gente,
de tantos lugares, en todos los tiempos.

Cuando los cristianos visitamos Roma,
no dejamos de sorprendernos
al ver la vitalidad de la Iglesia,
que de oriente y occidente, del norte y del sur,
se congrega en torno al sucesor de Pedro.

¿Quién podía pensar en algo parecido
cuando Pedro arribó a Roma?
Nadie, en su sano juicio,
podía esperar algo parecido de un hombre pobre,
sin poder, sin influencia alguna,
perdido en la capital del Imperio,
anunciando la salvación que viene de Dios,
sin más medios que la fuerza de su Gracia y
la pobre ayuda de los cristianos pobres
que componían su pequeña comunidad.
Hombre insignificante, que terminó su vida
muriendo sacrificado como su Señor.

Nada predecía lo que después aconteció.
Este hombre,
plantado en el corazón de la Roma imperial,
por la fuerza de la Gracia,
hizo crecer la “Semilla de Vida”
enterrada y germinada en Jerusalén,
y resucitada para el mundo.

Desde entonces, Jesús, el Cristo,
muerto y resucitado, no deja de crecer
a través de quienes le acogemos como Pedro y
lo manifestamos abiertamente,
desde el agradecimiento
por haber sido llamados para ello.

En el encabezamiento de su segunda carta,
Pedro escribe:

“Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo,
a los que por la justicia
de nuestro Dios y Salvador Jesucristo
les ha cabido en suerte una fe tan preciosa
como a nosotros.
Crezca vuestra gracia y paz
por el conocimiento de Dios y
de Jesús nuestro Señor”.