Del evangelio de san Marcos 6, 1-6

En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: -« ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?» Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: -«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.» No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.

RESPUESTA A LA PALABRA

El texto de hoy incide una vez más en una visión parcial de Jesucristo. Su hacer y su decir no es propio de un hombre cualquiera. Por otro no se le reconoce otra realidad que la de su propia familia.

A lo largo de toda la historia, la misma lucha: Jesús es hombre o es Dios. Sin embargo la respuesta la tenemos aquilatada desde el siglo quinto, cuando en una ciudad a caballo entre oriente y occidente, en Calcedonia, la Iglesia reunida en concilio declara solemnemente la unión de lo divino y lo humano, sin separación ni confusión. Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

A quienes creemos que es así, se nos abre un horizonte humano tremendo, porque si contemplamos a Dios asumiendo plenamente la condición humana, no es un disparate contemplar a la persona humana divinizada. El hombre, desde la fe, no puede reducirse a un “compuesto” de alma y cuerpo, dos realidades contrapuestas conciliadas mientras la persona vive aquí y ahora. El hombres es un ser espiritual encarnado con una dinámica personalizadora (de santidad), que le lleva a realizar su ser de hijo de Dios, a semejanza del ser de Jesús, el Cristo. El hombre es alguien llamado a participar de la vida de Dios y esto hace que toda su vida pueda ser un camino divinizador.