Del evangelio de san Lucas 12,1-7

En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos: “Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía. Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis de noche se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano se pregonará desde la azotea.

A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno. A éste tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Cuidado con la levadura de los fariseos.
Cuidado con vivir de la apariencia y
querer confundir el deseo con la realidad.

Al hombre moderno, acostumbrado a guardar
las apariencias y a respetar por ello la máscara de los demás,
le sobra vanidad e hipocresía,
y le falta autenticidad y transparencia.

El remedio a la enfermedad de la hipocresía es la sencillez.
Conforme el hombre crece en el conocimiento de sí y
vive según la verdad que le configura,
cura su ego, alcanza la paz del corazón y
acoge a los demás sin miedo.

Simplificar la vida es, pues, una tarea ardua, pero precisa.
Comienza por uno mismo hasta terminar con relación a Dios.

No es necesario que nos recuerden lo complejos
que nos vamos haciendo conforme pasan los años.
En lugar de simplificar y unificar nuestras tendencias,
nuestro interior se convierte en un haz de sentimientos,
muchas veces no controlados,
que nos disgregan, y en ocasiones
nos asustan cuando experimentamos su fuerza disgregadora.

Para simplificar y reorganizar nuestra vida
es necesario conocerse.
Para ello hay que entrar dentro de la espesura de nuestro yo.
Perderle miedo y desbrozar lo mucho que se le ha ido acumulando,
deformándolo hasta hacerlo irreconocible para sí mismo.

Entrar dentro de sí, más allá de las pulsiones primeras,
nos lleva a reconocernos y a confesarnos
como verdaderamente somos,
y a aceptar humildemente nuestras posibilidades
y nuestras limitaciones,
nuestra vida de aciertos y desaciertos,
nuestros deseos, nuestras heridas,
nuestros pecados, nuestra realidad,
a veces inconfesable.
Supone reconciliarnos con lo mejor de nosotros
y que quizás lo hemos tenido sojuzgado.

Cuando vamos simplificándonos en nuestro interior,
nos es más sencillo aceptar a los demás.
La relación con los otros se hace menos complicada,
las dificultades para aceptarlos desaparecen.

Si somos sencillos con los otros,
no sentiremos miedo de ellos,
ni nos veremos forzados a dar una imagen determinada.
No tendremos por qué ocultar nuestro pasado,
nos sentiremos libres para presentarnos como somos,
sin artificio ni ocultamiento.

En todo este proceso hay que hablar también,
y muy principalmente,
de nuestro posicionamiento ante Dios.
Una actitud de plena confianza, humilde y agradecida,
porque su amor es tan grande, que me quiere como soy
y posibilita, con su gracia, que supere sin miedo
las falsas imágenes que me he ido forjando, queriendo o sin querer.

Cuando de verdad este espíritu de simplicidad
crece en nuestro corazón,
nos es fácil hacer nuestra la oración del salmo 130

“Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad;
sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.”