Del profeta Sofonías 3,1-2.9-13
Así dice el Señor: “¡Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora! No obedeció ni escarmentó, no aceptaba la instrucción, no confiaba en el Señor, no se acercaba a su Dios. Entonces daré a los pueblos labios puros, para que invoquen todos el nombre del Señor, para que le sirvan unánimes. Desde más allá de los ríos de Etiopía, mis fieles dispersos me traerán ofrendas. Aquel día no te avergonzarás de las obras con que me ofendiste, porque arrancaré de tu interior tus soberbias bravatas, y no volverás a gloriarte sobre mi monte santo. Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.”

 

 RESPUESTA A LA PALABRA
Así dice el Señor:
Lo siento por los de corazón obstinado,
por los de dura cerviz,
que se empeñan en perderse.
Me duele la rebeldía de algunos,
la opresión ejercida sobre el inocente,
la altanería de aquellos que,
sintiéndose señores de ellos mismos,
me han expulsado de sus vidas.
Lo siento por ellos,
lo siento y me duele,
pero no puedo dejar de seguir amando
a todos, también a ellos,
haciendo posible, porque el pobre me encuentre.
El camino trazado desde la eternidad,
y que algunos se empeñaron en cerrar,
quedará de nuevo abierto.
Camino de amor,
en el que podéis encontrarme,
en el que Yo os busco,
en el que vosotros y Yo,
por fin, pasearemos como en el “Jardín Primero”,
a la hora de la brisa,
a la caída de la tarde.
Cuando esto suceda, purificaré vuestros labios y
vuestras palabras serán una bendición para mí,
como lo serán las mías para vosotros.
Aquel hombrecillo
que vivía en la sombra de la desesperanza,
verá iluminada su conciencia constreñida,
y brotará una palabra de sus adentros:
Qué tonto he sido. Qué ciego he estado.
Y te colmará de gozo al escuchar,
como si fuera la primera vez:
Verás de nuevo la gloria de Dios en ti,
y dejarás de avergonzarte por tus pecados de antaño.
Entonces arrancará de tu corazón la soberbia
de la que presumes.
La dureza con la que te tratas, desaparecerá.
Tu dura cerviz, sin fracturarse, se inclinará ante Él,
porque sabrás por ti mismo que Él es tu único Señor.