Del libro del Eclesiástico 48,1-4.9-11
Surgió Elías, un profeta como un fuego, cuyas palabras eran horno encendido. Les quitó el sustento del pan, con su celo los diezmó; con el oráculo divino sujetó el cielo e hizo bajar tres veces el fuego. ¡Qué terrible eras, Elías!; ¿quién se te compara en gloria? Un torbellino te arrebató a la altura; tropeles de fuego, hacia el cielo. Está escrito que te reservan para el momento de aplacar la ira antes de que estalle, para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel. Dichoso quien te vea antes de morir, y más dichoso tú que vives.
RESPUESTA A LA PALABRA
Canto a Elías, el adalid de Dios.
Nadie como tú defendió
los derechos de su Señor
frente a los ídolos de turno.
Como fuego devorador fue tu hacer.
El hacer de Dios en ti
consumió la rebeldía de los extraños.
Fuiste ensalzado y perseguido.
Gran hombre entre los hombres,
no se te escatimó el sufrimiento.
Si tu triunfo entre los enemigos fue grande,
no fue menos el sentimiento de fracaso
ante el silencio de Dios.
Tanto fue lo que hiciste por Él,
cuanto te dejaste hacer por Él.
Tu ser, a modo de torbellino de fuego
para purificar la idolatría del mundo
que te tocó vivir,
se convirtió en sima profunda,
silenciada y oscura,
por tu padecer ese otro fuego de Dios,
que quema el alma hasta dejarla preparada
para el encuentro con Él.
Gran profeta, pobre hombre
hasta rozar los límites del absurdo,
en quien el cansancio lleva a desear la muerte
a modo de escapada.
La insinceridad del mundo y
el silencio de Dios te llevaron
a la Montaña Santa, en la que tu Señor,
en una pequeña brisa, te consolara,
hasta el extremo de desandar el camino de huida,
y de vuelta siguieras anunciando la primacía de Dios
por encima de todos y de todo.
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