Del evangelio de san Marcos 10, 17-ss

En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.» Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.» Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.» A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»

RESPUESTA A LA PALABRA

La palabra de Jesús,
como dice la carta a los Hebreos, es:
“más tajante que espada de doble filo,
penetrante hasta el punto donde se dividen
alma y espíritu, coyunturas y tuétanos.
Juzga los deseos e intenciones del corazón.”

No nos debe extrañar, que el joven
que nos presenta san Marcos
frunciera el ceño y se marchara pesaroso,
porque, de haberle hecho caso,
tendría que haber abandonado aquello
que le había robado el corazón.
 
El problema no estaba en que aquel joven fuera rico,
sino en que anteponía su riqueza a todo lo demás,
impidiéndole acoger la propuesta de amor que Jesús le hacía.
 
Es curioso ver, cómo
cuando no respondemos a la verdad con la verdad,
el corazón no encuentra esa paz indicativa
de que hemos actuado bien, y
hemos respondido desde la sabiduría profunda
que habita en nuestro corazón.
 
No puedo dejar de contemplar la situación de este joven
desde la afirmación del texto de la carta a los Hebreos.
La palabra de Dios es viva y eficaz,
iluminadora y exigente. 
Penetra más allá de la conciencia y
pone en crisis a quien no vive en la verdad,
a quien rechaza la sabiduría de Dios,
que no tiene nada que ver con el simple saber
de la razón, ofuscada por el pecado.
Quien la acoge, descubre en ella la fuente de la vida en el amor.
 
Aquel joven busca y razona desde una seguridad adquirida,
desde una riqueza asegurada.
¿Qué más puedo hacer para tener más?,
¿Cómo asegurar, no sólo esta vida, sino la futura?.
Él puede decir: Soy tan rico que sólo me falta la vida eterna.
 
Su tristeza aparece cuando descubre que con su riqueza
no puede comprarla.
Es un asunto de amor, y para amar hay que ser libres.
 
Bien sabemos, que cuando el corazón está atado
a la propia voluntad y a las cosas materiales,
no hay sitio en él para el amor.
 
Sólo cuando dejamos que la palabra del Señor
entre en nosotros  y corte por lo sano,
tenemos el camino abierto para llegar a Él.
Pero qué difícil es.
Tan difícil que Jesús,
entristecido porque aquel joven se marcha pesaroso,
exclama:
«¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»
 
Y no podemos pensar sólo en los ricos
afincados en sus cuentas corrientes,
sino en todo aquél que se cree seguro e ignora a los demás.
Por ello, antes se decía que rico era aquél
que  tenía el corazón metalizado,
pero hoy sabemos que también lo son aquéllos
que tienen el corazón ideologizado y
así tratan de imponer sus criterios,
sin respeto alguno, a los que somos pobres.
 
Volvemos a donde empezamos.
En Hb. 4,12-13 encontramos la clave
para sanar nuestro corazón:
“La palabra de Dios es viva y eficaz,
más tajante que espada de doble filo,
penetrante hasta el punto donde se dividen
alma y espíritu, coyunturas y tuétanos.
Juzga los deseos e intenciones del corazón.
No hay criatura que escape a su mirada.
Todo está patente y descubierto a los ojos de Aquél
a quien hemos de rendir cuentas.