Enciendo una lamparilla y
la pongo a los pies
del icono bizantino
de la Virgen con el Niño, en brazos,
que me ha acompañado a lo largos
de numeroso años,
tantos, que ya no me acuerdo.

Cuantas noches,
arrodillado o sentado frente a él,
habré desnudado mi corazón,
y volcado el hacer y el padecer
de la jornada, y en silencio,
he esperado una palabra
que sanara mi pobre vida.

Momentos en el que afloraban
el rostro de personas concretas
y situaciones especiales,
en un clima de paz indecible,
después de haber llegado cansado
y colmado de tensiones,
producidas por querer y no poder
gestionar, todo aquello
que saliera a mi paso en la jornada.

Más de una lágrima se deslizó de mis ojos.
El respirar profundo, se podía oír
en el silencio absoluto de la habitación.
Allí estaba mi Señor.
Su presencia era sentida.
El vacilar de la lamparilla era la única luz,
suficiente para despejar la oscuridad
del cuarto y de mi noche.