Un viento áspero navega
sobre la corriente rápida del río.

Viejos árboles
se reflejan en sus aguas.

El río Aragón, a la altura del monasterio,
viene crecido por el deshielo
de la nieve de la sierra,
el agua, fría y transparente
arrastra numerosas hojas
de los árboles de la ribera.
Recuerdo una tarde tormentosa,
en el monasterio de la Oliva, en Navarra
en la que la lluvia
anegó los campos de maíz,
no pudiendo faenar en ellos
durante días.

Desde el porche, que da acceso
a la hospedería del monasterio,
no se veía la puerta de la iglesia
por la cortina de agua que caía;
sin embargo las cigüeñas,
que anidaban en el tejado,
permanecían quietas
como parte de la ornamentación
de la fachada.

Aquella tarde, en la penumbra del templo,
las notas del órgano acariciaron las bóvedas,
mientras los últimos rayos de sol
atravesaban los vitrales del rosetón,
que ese abre frente al presbiterio.
Al finalizar el rezo de Completas
pasamos por delante del Abad
para que nos impusiera las manos y
nos despidiera en paz.