Caminando hacia el sol de poniente,
las doradas espigas de cebada
nos pinchaban las piernas desnudas.
El camino parece no tener fin.
Por encima de un mar de oro,
se divisaban algunas casas;
el blanco añilado de las paredes,
refulge con el sol.
Su belleza, sin artífico,
atrae la mirada complacida.
Hierve la luz del paisaje.
En la casa se prepara la siega,
las cordetas y las hoces,
aguardan las manos ,
expertas del segador.
Los ejes, de las ruedas
de los carros,
han sido engrasadas
para mitigar el traqueteo
por los caminos polvorientos.
La era aguarda
las primeras parvas.
Los trillos y la aventadora,
están preparados.
Para protegerse del sol
era imprescindible
el sombrero de paja y
el pañuelo de hierbas,
anudado al cuello;
las mujeres, además,
llevaban la cara cubierta.
Entre las cosas pequeñas,
se encuentra, siempre,
una botija de barro,
para refrescar el agua.
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