Hoy he prolongado mi caminata diaria.

Sentado, en la terraza de un bar,
he hablado, por teléfono, con Felisa,
y le he prometido,
que en cuanto tenga el coche,
iré a visitarla a ella y a su hermana Mary.

Mientras hablaba,
un gorrión me ha hecho feliz,
viéndole correr a pequeños saltos,
yendo y viniendo de un árbol,
hasta donde yo estaba,
para comerse las migas de pan
que habían en el suelo.

Por el color de sus plumas y
por la corbata oscura del cuello,
debería ser un macho.

Me ha recordado mi estancia en la Huerta,
cuando a la caída de la tarde,
junto a los mirlos,
se reunían a dormir en el ciprés del jardín,
en medio de una enorme algarabía,
hasta que se ponía el sol.

Sorprende, la vivacidad que tienen,
su correr a pequeños brincos y
lo confiados que son.

Verlos bañarse en los charcos,
después de que llueva es un placer.
Ahuecan las alas y se revuelcan en el agua,
para mojar sus plumas,
que después peinan con su pico