No hay nada especial que saber
para adentrarse en el arte de mirar.

Quizá, nos sobre todo lo que nos dijeron.

La mirada que nace,
en el cuenco del amor,
despierta la verdad que anida,
en la persona contemplada.

No es su imagen carnal,
quien sale a nuestro encuentro,
ni su inteligencia formateada,
al modo de un disquete,
quien nos habla.

Es el “Soplo” que la habita,
quien se dice y nos dice lo que somos.

¿Quién puede existir,
sin “Soplo” que le aliente?

Sufre, el hombre sin aliento,
en la esquina de su noche,
el amargo recuerdo
del tiempo desechado.

Salvado de su propia levedad
el hombre alentado
canta cantos de amor. 

Frágil como un suspiro
convertido en vendaval de gracia
danza aupado por el Soplo
abrazando con Él todo lo que toca.