Es de noche.
En el campo, soledad.
Recostado en una tapia derruida,
como un perro apaleado, espera la muerte.
Frío, mucho frío.
Acurrucado, no abre los ojos.
¿Miedo?. No lo sé.
Sensación de angustia.
¿Cuánto tiempo así?
Sin abrir los ojos ve dos manos abiertas,
envejecidas, tensionadas,
suspendidas en el aire,
que se elevan abiertas
con los dedos separados.
¿Vacías?
No permanecen quietas,
se entrecruzan,
se apoyan una en la otra,
se separan.
Una cruz de hierro,
que reconoce,
desciende y pasa entre ellas.
Se eleva.
Vuelve a descender.
Así varias meces.
Al fin se eleva y desaparece.
Vuelve a no ver nada.
Mantiene los ojos cerrados.
Le duelen lloran.
Las lágrimas le queman los párpados.
No abre los ojos.
Fío, mucho frío.
El aire se espesa.
Apenas respira.
No sabe cuánto tiempo pasa así.
De pronto oye su nombre,
conozco la voz de quien le llama.
Se despierto confuso, muy confuso.
¿A cuento de qué todo esto?
¿Y la voz del amigo?
¿Nada más que un sueño?
Me levanto y escribo
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