Del evangelio de san Marcos 9,2-10

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.” Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.” De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.” Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de “resucitar de entre los muertos”.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

La Cuaresma es una preparación para celebrar
conscientemente el misterio pascual de Jesús,
su muerte y resurrección, con lo que nos abre
el camino de la salvación.

En realidad, la vida cristiana consiste en reproducir
en nosotros

el misterio de la vida, muerte y resurrección del Señor.

San Pablo cuando escribe a los Filipenses,
les dice que su objetivo era:

“conocer al Señor y el poder de su resurrección y la participación de sus sufrimientos.”

No resulta nada fácil adentrarnos en el misterio de la Pascua del Señor,
porque en él se unen muerte y vida como dos realidades inseparables.

La muerte, expresión plena del amor de Dios,
no puede contemplarse sólo como un sacrificio doloroso,
en el que se revela la infinita generosidad del Padre,
sino como manifestación de la gloria del mismo:

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él… tenga vida eterna” (Jn3,16).

No nos debe de extrañar que los discípulos de Jesús
no le entendieran, cuando camino de Jerusalén,
Jesús les anuncie su muerte y resurrección.

Entender que pueda morir, aunque no sea deseable, puede aceptarse.
Pero el significado glorioso de la misma,
expresado en la resurrección,
de la que no tienen experiencia alguna,
permanecerá oculto hasta después de que ésta tenga lugar.

Jesús sabe de este drama que sobrecoge el corazón de sus discípulos,
y con el fin de prepararles para su pasión,
los lleva a la montaña en donde, para que superen el escándalo
que les producirá la cruz, les desvela su gloria por anticipado.

La transfiguración está relaciona íntimamente con la glorificación.
Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio,
para que cuando éste se produzca,
sepan que su muerte no es sino anticipo de la gloria.

Los discípulos deben recordar entonces
las palabras escuchadas al Padre,
en ese mismo momento en el que Jesús
se deja contemplar en su más íntima realidad:

“Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.”

La transfiguración del Señor permite adentrarnos
en el misterio de la pasión de una manera positiva,
porque, aunque el sufrimiento es inevitable,
en él ya se percibe la gloria del crucificado,
que en ningún momento ha dejado de ser el Hijo de Dios.

San Pedro, en su segunda carta,
apelará a este momento como algo fundamental en su testimonio:

“Hemos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: “Éste es mi Hijo amado, mi predilecto”. Esta voz traída del cielo, la oímos nosotros estando con Él en la montaña santa”.

Pedro puede decirnos, después de haber sufrido
el escándalo de la Pasión,
que Jesús sufriente es el Hijo de Dios,
al igual que el glorificado es también el Hijo de Dios.

También nosotros, hijos de Dios, llevamos consigo la vida,
somos vida en la vida del Señor y,
aunque circunstancialmente debemos acoger
y atravesar
la muerte, nuestro final no es otro que una resurrección como la suya.