Del evangelio de Marcos 1,12-15

 

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA.

Cuando comenzamos el camino hacia la Pascua,
Jesús se pone delante de nosotros para enseñarnos
las dificultades con las que nos vamos a encontrar.
Por un lado, nuestra debilidad e incapacidad
para asumir la cruz con decisión y voluntad,
como parte de esa vida entregada a la que somos llamados,
y por otro, descubrirnos como el “Malo” acecha
nuestro caminar diario tratando de impedir que sigamos a Jesús.

San Marcos es muy parco al comentar las tentaciones
a las que se vio sometido Jesús.
Se limita a decirnos que fue tentado.

Jesús, impulsado por el Espíritu, se dirige al desierto
a fin de prepararse para su misión.
Es cierto que Jesús no tiene necesidad de conversión,
pero en cuanto hombre, siente la necesidad de prepararse
para llevar a cabo una misión, que no se da a sí mismo
sino que la recibe del Padre.

Su estar en el desierto, no es un retiro en el cual organice
una estrategia para acometer un programa,
que le lleve al éxito de su misión.

Jesús no tiene más programa que el designio amoroso de Dios,
y no tiene otra estrategia que la del amor.
Su paso por el desierto es la preparación espiritual
para cumplir la misión de amar al hombre hasta el extremo,
aunque ese extremo pase por la cruz.

La Cuaresma debería ser un tiempo de preparación espiritual
para asumir la totalidad de nuestra vida.
Deberíamos saber que las fuerzas del mal
están ahí, impidiendo a Dios hacer su obra a través de las nuestras.
Adentrarnos en la espesura del mundo
sin habernos equipado de los frutos de la oración,
es poco menos que suicida.

Jesús hace suya esta necesidad.
La carta a los Hebreos dice que Jesús

“Tenía que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo”(2,17).

Jesús, en su estar en el desierto, desentraña nuestro estar
en medio de un mundo en el que no podemos poner en duda
la presencia de Dios, pero en el que el “Malo” sigue presente,
obstaculizando su designio de amor.

Dice san Marcos, que Jesús 

“vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.”

También nosotros nos movemos en ese mismo terreno.
Es verdad que

“el reino de Dios ya está en nosotros”,

pero no es menos cierto, que el

“diablo, como dice san Pedro, ronda buscando a quien devorar”.

Nunca, mientras vivamos en este mundo,
estaremos suficientemente orientados hacia Dios.

El camino para fortalecer nuestra voluntad y
sanar nuestras actitudes maleadas, es el de la oración.
Ponernos y apoyarnos en las manos del Padre.

Es bueno que nos demos cuenta de que Jesús abre y cierra
su ministerio público con una oración ferviente,
en la que, considerándose Hijo,
se pone plenamente en las manos del Padre.

En el desierto escuchará del Malo una propuesta tentadora:

“Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan…

y terminará su vida en la cruz, escuchando algo semejante:

“Si eres el Hijo de Dios baja de la cruz y creeremos”.

La respuesta de Jesús no es otra que la de quien se sabe
en las manos del Amor.

 “Padre, en tus manos ha estado, está y estará mi vida”