Se despertó el día con aire de fiesta.
Como si mil soles esperaran
iluminar el misterio,
que a media mañana
iba a colmar el deseo
de entrega gratuita a Dios
y a toda persona que él dispusiera.

Después de un ligero desayuno,
montamos en el coche,
de mi primo Juan José,
rumbo a Ciudad Real.

Una extraña paz,
recorría todo mi ser,
mientras,
un familiar que viajaba
con nosotros,
no dejaba de preguntarme
si estaba nervioso
extrañándose
de que no lo estuviera.

Llegados a la parroquia
de San José Obrero,
en la que con mis compañeros
Cayetano y Agustín,
habíamos hecho
un tiempo de ejercicio pastoral.

¿Qué decir de la ordenación?
Si digo la verdad, apenas recuerdo.
Fueron momentos de intensa emoción
y acción de gracias.

Personalmente, Dios providente,
cuando me disponía matricularme,
para estudiar una ingeniería industrial,
puso en mi corazón el interrogante
de por qué no me hacía sacerdote,
cosa que nunca me había planteado. 

Regresé a casa sin matricularme
y se lo comenté a mi hermana Alex,
que me dijo que no sabía que decir,
que se lo preguntara a uno
de los religiosos, capuchinos,
que regían, por entonces,
la única parroquia que había en Manzanares.

Así lo hice,
y la respuesta que me dio
fue que probara ir al Seminario,
que si después de un año,
veía que no era ese mi camino
lo dejara y volviera a plantearme
el futuro,
su razonamiento no podía ser más sencillo,
de manera que así lo hice,
y el resultado es claro:
hoy hace cincuenta y un año
que fuera ordenado sacerdote
junto a mis compañeros de teología,
Cayetano y Agustín.