Desperté al compás
de un viento racheado
que movía la cortina y agitaba
las hojas de los árboles.

El agua mansa, que caía sobre la terraza,
era una oración, una alabanza viva y vivificante
en la alborada del nuevo día,
a nuestro Buen Dios.

La primeras luces despertaron a los pájaros;
su piar alegre de los gorriones
y el silbido de los mirlos
se sumaron al concierto de la lluvia.

Después del desayuno salí a la ciudad.
Las hojas de los árboles
empapadas de agua
nos regalaban una segunda lluvia.

Una madrugadora alondra,
en su vuelo inalcanzable,
rotulaba mi nombre en el cielo.

Días como éste me traen
múltiples recuerdos de la infancia,
en los que salía a pasear
con el simple placer de mojarme,
cosa que a mi madre no le gustaba y
me reñía por ello.

Pero como dice el refrán:
“Palos a gusto no duelen”.

Esta tarde, si sigue lloviendo,
ya tengo el paseo asegurado.