Difícil olvidar las huellas
que la belleza imprime
en el corazón de quien
despierta a la vida agarrado
de la mano de un padre,
orgulloso de serlo.

Nunca olvidaré los paseos
por el pueblo y los viajes en autobús;
su cariño y su preocupación
porque viviera en la verdad y, sobre todo,
sus atenciones conmigo,
cuando hacía las cosas bien.

Todo ello hizo posible el hombre que soy,
la libertad con la que vivo y
el respeto a toda persona,
aunque, como decía él, no sea de mi cuerda.

Mi primera experiencia religiosa
se la debo a él,
de verle arrodillado y en silencio, en la ermita
de Ntro. Padre Jesús del Perdón, en mi pueblo.
La recuerdo como algo único,
que se grabara como fuego en mis adentro;
tan niño era yo que,
sentado en el banco,
no me llegaban al suelo los pies.

Cuando terminaba sus oraciones subíamos
hasta al camarín para besar
el pie de la imagen;
por cierto, es una talla de una gran belleza,
con unos ojos mansos que me tienen cautivados.

No puedo ir a mi pueblo y no pasarme a visitarlo.