En un cielo azabache,
la luna azulada,
herida, por la belleza
del campo en la noche,
desconsolada, sangra
derramando lágrimas blancas,
que caen como espejuelos,
sobre aulagas y lentiscos
un cárabo, desde una encina,
emite su canto lastimero.

Se han dormido los colores y
el mundo de los sonidos toma su lugar.

La vida profunda,
que calla de día, despierta,
llenando de presencias y voces
el campo,
que sorprenden
a quienes no viven en él.

Venados y jabalíes
bajan a las charcas a beber,
conejos y liebres se afanan
con el tomillo y el espliego.

El ulular de los cárabos,
el canto aflautado del autillo,
compiten con el de los grillos y cigarras.

Las rapaces nocturnas,
con un oído y una vista excepcional,
buscan las víctimas
con que alimentarse;
no es raro que algún ratoncillo
caiga en sus garras.

Cuantas noches no habré pasado,
sentado al pie de un árbol,
recostado y contemplando
el esplendor del cielo en verano.