Difícil olvidar aquellas noches
en las que las estrellas
se enredaban
en los penachos de las palmeras
y yo con los pies desnudos
sentía el rocío, que bañaba la yerba
del jardín en la noche
que me hablaba de amor.

Retorna repetidamente a mi memoria
ese cielo negro presidido
por luna de sangre y
multitud de estrellas rutilantes
salpicando el firmamento.

No olvidaré los soles y los vientos
y las lluvias,
envolviendo el viejo ciprés del jardín,
que parecía haber crecido allí,
durante siglos.
La noche de mi noche encontraba su eco
en el canto entrecortado del autillo.

Jamás podré regresar
a aquel paradisiaco lugar,
donde viajara entre luces y sombras,
más allá de la noche de mis noches,
a los meandros de mi infancia,
en los que vislumbrara las aguas
del río de mi vida.

Tu compañía, hacía posible
que el viaje que hiciéramos juntos
en el alborear de mis días,
no atisbara ni el más pequeño temor.

A tu sombra no existía la noche.
La ternura no encontraba límites.
Tus detalles eran como luciérnagas,
que se ven por la luz
que contienen y emiten en la oscuridad.