Una fotografía del portón
de madera,
por el que se accedía de la calle
al corral de la casa,
me lleva al tiempo
en el que aprendiera
a vivir la realidad
sin que nadie fuera
mi maestro.
Bastaba con acogerla y
vivir despreocupado.
Colores y sonidos
se apoderaban de mí,
¿o yo de ellos?
De todos modos da igual,
porque éramos uno.

Todo encajaba
sin tener que forzar nada.

Como la mano es al guante,
así era mi vida a la realidad.

Uno de los lugares favoritos,
para mis escapadas, era el río Azuer,
al que íbamos los amigos
a bañarnos al “tercer recodo”.

Otro era el “Calicanto”,
junto a la fábrica de Harina,
en donde cogía renacuajos,
para ver su evolución
hasta convertirse en ranas.

Del “Parterre” se abría
el paseo del río,
hasta el templete o
quiosco de la música,
en donde tocaba la Banda Municipal.

Un ramal del río trascurría paralelo
por el Puente de los Pobres,
hasta los Cinco Puentes,
en su ribera crecían moreras, de las que cogía 
hojas, para dar de comer a los gusanos de seda.