Del libro del Levítico 19,1-2.11-18

El Señor habló a Moisés: “Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. No robaréis ni defraudaréis ni engañaréis a ninguno de vuestro pueblo. No juraréis en falso por mi nombre, profanando el nombre de Dios. Yo soy el Señor. No explotarás a tu prójimo ni lo expropiarás. No dormirá contigo hasta el día siguiente el jornal del obrero. No maldecirás al sordo ni pondrás tropiezos al ciego. Teme a tu Dios. Yo soy el Señor.

RESPUESTA A LA PALABRA

Queridos amigos:
No es nada fácil hablar de la santidad sin echar mano
de los manuales que nos hablan sobre ella.

Decir de la santidad, y no teorizar sobre ella,
es contemplar la vida del hombre asida a la Vida
del único Santo, del que es Tres veces Santo.
Rezamos en el Padrenuestro: “Santo es tu Nombre”, “Tú, eres Santo

La fuente de la experiencia preciosa de la santidad en los hombres,
la descubrimos a lo largo de todo el decir de la Escrituras Santas.
El creyente del Antiguo Testamento está tocado por Dios,
y participa de su designio, de manera que, inmerecidamente,
está orientado a la santidad.

No puede ser de otro modo, porque a donde Dios entra,
la santidad propia de su ser personal penetra santificando.

El Señor, no sólo le dio a su Pueblo la Ley
con la que confirmara su vida.
Se dio Él mismo, se aproximó a ellos en la Tienda del Encuentro,
e hizo con ellos la travesía del desierto.
La santidad no es una cualidad,
es la realidad misma de Dios y de aquellos que participan de Él.

No hablamos, por tanto, de perfección en el sentido moral.
Hablamos de la realidad que se deriva del encuentro
y del trato con el Señor.
En el texto que contemplamos hoy, Dios encarga a Moisés
que le diga a su pueblo:

“Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”.

“Seréis, porque yo lo soy”. Esta afirmación da al traste
con muchos prejuicios.
La santidad no es algo propio de los “voluntaristas de la perfección”,
que quieren ser santos,
sino de todo aquél que en medio de sus limitaciones,
contradicciones y pecado, se deja seducir por Dios,
y acogen su Vida Graciosa,
que supera toda debilidad reconocida y aceptada.

Los santos, incluso aquellos que la Iglesia
nos propone como modelos, no dejaron de ser
humanos, débiles como nosotros;
algunos atravesaron claramente por la experiencia del pecado,
pero un día se convirtieron con toda su alma al Señor.

Y, aún así, tuvieron que pasar por largas maduraciones.
Santa Teresa, en su libro sobre su Vida escribe:

“Porque la santidad no se alcanza en breve, si no es a quien el Señor quiere por amor hacerle esta merced”.

Para ella, maestra en santidad, está claro que Dios
no hace acepción de personas,
y que puede llevar al pecador a la santidad,
pero a través de un proceso, no pocas veces difícil y esforzado.

Quienes hemos ahondado en la vida de los santos,
hemos podido ver que el principio de la santidad es el mismo para todos,
pero el proceso en cada uno de ellos es sumamente personal,
y por ende, distinto de los demás.

Hemos iniciado la Cuaresma y la Palabra de Dios
nos llega con toda su fuerza, invitándonos
a acoger el don más preciado para quienes
queremos vivir de veras.

¿Acogeremos el don de Dios que nos asemeja a Él
y nos hace vivir con los valores propios del que ama?
¿Aceptaremos ser santos como Él es santo?