Del evangelio de san Juan 19, 25-27

En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

La cruz es la fuente de donde mana una vida interminable.
El costado abierto de Jesús,
su corazón entrañado en el de Trinidad Santa y Eterna,
no deja de sorprendernos.
Amándonos hasta el extremo, nos entrega su vida, y
con ella, a su misma madre.
¿Cabía mayor generosidad?.

Del hontanar de la cruz no deja de manar
gracia tras gracia.
Mirad al que atravesaron,
ved como el amor encarnado
se alarga indefinidamente,
hasta tocar el último repliegue
de la condición humana.
Nada queda de nosotros que no haya sido
contemplado por Él,
asumido por Él,
transfundido por Él.

También su Madre nos es dada como madre,
para que en ella seamos nuevamente engendrados y
con razón podamos llamarnos “hijos en el Hijo”.

Partícipes de la misma naturaleza,
partícipes de una misma filiación,
partícipes de un mismo destino.

Jesús le ha dicho: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”,
a la vez que me dice a mí: “Ahí tienes a tu madre”.
¿Cómo no dar gracias y exultar de gozo,
cuando en medio de los dolores de la Madre
al dar a luz definitivamente a su Hijo en la cruz,
nos engendra también a nosotros y
a la vez nos acuna en su seno?.
Su regazo se abrió tanto como su corazón,
de modo que en Él, desde entonces,
podemos descansar como su Hijo lo hizo
el día que nació y aquel  otro en el que murió.

Bendito sea el fruto de su vientre, y
benditos sus brazos que nos sostienen.