De la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 6,3 ss

Hermanos: Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Porque, si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya.

RESPUESTA A LA PALABRA

Los cristianos no celebramos la muerte
desde el momento en el que sabemos
que la última palabra está vinculada a la primera, y
ésta se llama vida.
No es literatura sino realidad.

No negamos lo que de drama tiene
la desaparición de alguien a quien amamos,
pero nunca lo consideraremos una tragedia
porque no es un acontecimiento irreversible.

No es el final de la vida del hombre,
sino el término de “ésta vida”.

La razón la tenemos en Cristo.
Nos dice san Pablo que:

“Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos
por la gloria del Padre,
así también nosotros andemos en una vida nueva”.

El camino seguido por Jesús es nuestro camino,
de ahí nuestra esperanza en una vida imperecedera,
semejante a la suya.

Tenemos suficientes motivos para afrontar la muerte
con dolor y pena, pero a la vez con una esperanza firme
porque el amor de Dios nos libera de nuestra finitud y
nos llama a compartir su misma vida.

Es Jesús mismo el que, próximo a su muerte,
dice a sus discípulos:

“Me voy y volveré a vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre”.

Parece una paradoja que pida a sus discípulos
que se alegren por tal motivo.
Y sin embargo tiene razón sobrada para ello.
Porque Él, el Hijo amado, vuelve al Padre,
y no vuelve solo,
Él lleva consigo a toda la humanidad,
Él vuelve con todos nosotros.

El encuentro de Jesús Resucitado con el Padre
es también el encuentro de toda la humanidad con el Padre,
porque Jesús, al asumir un cuerpo
en el seno de la Virgen María,
asume a toda la humanidad,
a la humanidad de todos los siglos,
por tanto, también a nosotros.

Siguiendo el evangelio de san Juan,
encontramos en el discurso de despedida
que Jesús dice a sus discípulos:

“Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y me voy al Padre”.

También nosotros,
si creemos que en el día de nuestro bautismo hemos
salido del Padre, pues fuimos hechos “hijos en el Hijo”,
cuando terminemos nuestra etapa
en esta vida, volveremos con Él

A la luz de la vida, muerte y resurrección de Jesús,
descubrimos que la muerte no es un fin,
sino que es un comienzo y así lo confesamos
en el prefacio de la Misa de difuntos:

“La vida no termina, sino que se transforma”.

No nos debe extrañar que quienes
no sólo conocen esta verdad,
sino que la viven como una realidad propia
-ahí tenemos a los santos que lo atestiguan-
afrontan su muerte con suma paz y
con la esperanza firme de una vida mejor.

Es famosa la letrilla de Santa Teresa en la que expresa
su deseo de compartir pronta la vida con su Señor:

“Sácame de aquesta muerte,
mi Dios, y dame la vida;
no me tengas impedida en este lazo tan fuerte.
Mira que peno por verte,
y mi mal es tan entero,
que muero porque no muero”