Del evangelio de san Lucas 1, 39-45

 

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito.«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. »

 

RESPUESTA A LA PALABRA

“Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.

La dicha de María, como la nuestra, nace del Señor,
que cumple sus promesas.
¿Pero quién se da cuenta de ello?
Dados como somos a todo lo que se nos manifiesta como grande,
lo pequeño pasa desapercibido y, a veces,
cuando lo descubrimos, lo revestimos de aparente grandeza.

Dios despojado de sí,
anonadado en la pequeñez de un embrión,
convertido en bebé por gracia de una virgen,
nace en una aldea perdida.

Los gustos de Dios son tan sencillos,
que sólo los sencillos los pueden entender.
En la antesala del nacimiento de Dios hecho hombre
dos palabras nos ayudan a adentrarnos en tamaño misterio.
“Humildad” y “entrega”.

Nace en el seno de una familia pobre,
desinstalada de todo en ese momento,
en las afueras de una aldea, en una cueva para animales.

El que es Todo, lo puede todo, le pertenece todo,
viene inmerso en un mundo de nadas.

No nace en la Capital del Imperio,
ni en la Ciudad Santa de Dios,
nace en un campo de pastores.
No elige el edificio emblemático donde residen los poderosos,
sino una cueva silenciosa
en la que un pesebre preparado con paja
espera ser utilizado por quien será Pan para el hambriento.

Belén era el pueblo de David,
el más pequeño de los hijos de Jesé,
el que andaba en los apriscos,
olvidado por su padre y sus hermanos,
y que contra todo pronóstico fue ungido rey de Israel y de Juda.

Humildad es la palabra a recuperar por los cristianos
para entender el paso de Dios entre nosotros.

No me atrevo a imaginar si hubiéramos sido nosotros
los encargados de programar la venida del Señor
la que habríamos montado.

El reino de Dios, nos dirá Jesús, no viene de modo espectacular.
Nace y se desarrolla como una semilla pequeña.
No viene por todo lo alto, sino por todo lo bajo,
no viene a lo grande, sino en los pequeño.

La segunda palabra es “Entrega” y, es María
quien la encarna en su vida
antes de que la haga viva en su carne.

La historia de la humanidad, con María,
se abre a la plenitud consumada de la promesa de Dios.

La obediencia amorosa de María a Dios,
abre el camino para que Jesús,
por su amor obediente al Padre,
cambie el sentido de la historia y
convierta al hombre, para siempre, en amigo de Dios.

Dichosa tú, que has creído, que has amado.
Que te has entregado sin reservarte nada para ti.

Creer es abrirse a Dios, a su poder y a su amor.
Creer es echarse en las manos de Dios.
Creer es dejar que Dios disponga de ti, haga de ti lo que quiera.

Si la carne de Jesús es la de María,
la fe de María es la de Jesús.

El autor de la carta a los Hebreos pone en labios de Jesús
ese punto de entrega como el de su Madre,
en el que no cabe reserva alguna.

“Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni Victimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”