Del Salmo 85

Inclina tu oído, Señor, escúchame,
que soy un pobre desamparado;
protege mi vida, que soy un fiel tuyo;
salva a tu siervo, que confía en ti.

Tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor,
que a ti te estoy llamando todo el día;
alegra el alma de tu siervo,
pues levanto mi alma hacia ti.
Porque tú, Señor, eres bueno y clemente,
rico en misericordia con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración,
atiende a la voz de mi súplica.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Vamos a reflexionar sobre el tercer medio que nos propone
la Iglesia para hacer el Camino hacia la Pascua.

Dejándonos ganar por el orante del salmo 85,
llega hasta nosotros el deseo, convertido en petición,
de un hombre que se sabe en manos de Dios,
y que su camino no es su camino.
Con sumo reconocimiento, su corazón canta:

“Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad.”

Preguntado un día por qué la oración era para mí
parte integrante de mi vivir diario,
la respuesta surgió de modo tan espontáneo
como me hicieron la pregunta:
“Porque igual que me relaciono con mi padre,
mi relación con Dios es algo natural.
¿cómo no voy a mantener una relación fluida con Aquel
que sé que me ama antes de que yo existiese?”

La oración no es sino ese diálogo que nace
de un conocimiento mutuo y que condiciona toda la vida.
Quizá el problema para algunos sea el no conocimiento de Dios,
por un conocimiento impreciso de sí mismo.

Desde el momento en el que me contemplo como hijo,
no puedo dejar de mirar a mi padre con agradecimiento,
porque él ha sido el que me ha dado el don de la vida.
Él, que me ama, irá descubriéndome los secretos de mi vivir diario.

Desde ahí he descubierto a Dios como origen de mi ser.
Sin Él no sería lo que soy y,
sin Él, no llegaré a descubrir la verdad oculta de mi vida.

La oración surge en el momento en el que se descubre la vida
como un don inmerecido, pero maravilloso,
y que te introduce en el corazón del Donante.

Por ello, la oración no puede ser algo impuesto,
algo que nace de la pura necesidad interesada.
Necesito orar, es cierto, pero esa necesidad nace
como consecuencia, no de mi impotencia y precariedad,
sino de la acción de gracias por saberme amado.

Cómo se produce esa experiencia y cómo se desarrolla, es secundario.
Cada uno de nosotros, por ser distintos,
tiene su punto de arranque y su forma precisa.
En casa somos seis hermanos
y la relación con nuestros padres ha sido diferente.
Hemos coincidido en lo esencial, pero
nuestros procesos han sido diferentes
y hoy vivimos circunstancias muy distintas,
sin embargo, nuestra relación con ellos nunca dejó de ser fluida.

La experiencia y la palabra de Jesús cualifica este primer esbozo
sobre la oración.

Y al orar, no habléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo. Vosotros pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre…”(Mt.6,7-9)

“Por aquel entonces exclamó Jesús: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor” (Mt.11,25-26)

“Entonces les dice Jesús: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo”. Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú”. Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: “¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en la tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: “Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad”. Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras” (Mt 26,38-44)

“Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto expiró” (Lc.23,46)